A finales del Siglo XIX y durante la primera mitad del siglo XX, la
capital guatemalteca se expande y crece más allá de los barrancos que
la rodeaban y habían mantenido hasta cierto punto contenida en lo que
hoy son las zonas céntricas de la ciudad. Este crecimiento trae consigo
horripilantes sucesos y surge así la leyenda de la Siguamonta…
Muchos confunden a la Siguamonta con la Siguanaba, primero por el obvio parecido en los nombres, y también porque ambos nefastos personajes suelen atraer a sus víctimas a sus muertes, aunque se valen para ello de estrategias muy distintas, dirigidas contra una presa en especial: mientras la Siguanaba atrae a los hombres mujeriegos, la Siguamonta hace lo propio con los niños curiosos y desobedientes.
Y es que a principios del siglo pasado, la ciudad no era para nada ruidosa –al menos no comparada con el ensordecedor bullicio de estos días- y la rodeaban verdes barrancos repletos de vegetación y animales. A falta de suficientes puentes y caminos, los habitantes solían atravesar los barrancos para acortar las distancias entre una y otra zona. Es durante estos cortos trayectos entre los matorrales que empezaron a suceder cosas horribles, pues varias personas salían y no volvían a casa, solo para ser encontrados muertas algunas horas o incluso días después. Muchas de las víctimas eran niños que presentaban múltiples heridas, pero no era claro si esos golpes habrían sido propiciados por algún adulto o por el contrario los habrían sufrido al caer por el barranco.
La teoría más aceptada era que en los barrancos de la ciudad se escondían peligrosos y desalmados bandoleros que aprovechaban para asaltar y despojar de sus pertenencias a quienes se aventuraban a ingresar en sus profundidades con la esperanza de ganar algunas horas en su recorrido.
La mayoría de padres de familia prohibiría a los niños acercarse a los barrancos, pero su naturaleza rebelde y curiosa los obligaba en muchos casos a desobedecer, formando pequeños grupos para sentirse más seguros al momento de ingresar al barranco a investigar. En una ocasión, uno de estos grupos formado por 5 niños entre los 8 y 13 años de edad, bajó por el barranco del barrio Gerona que separa las zonas 1 y 5 de la capital para realizar su habitual recorrido de 2 horas por los bordes de este barranco. Eran aproximadamente las 4 de la tarde y los niños ya casi terminaban su recorrido, cuando escucharon el peculiar silbido de un pajarito:
“Tutuiiit! Tutuiiit! Tutuiiit!”
Al no poder ver al ave que producía tan simpático sonido, los 2 chicos mayores de 12 y 13 años decidieron ir a investigar, avanzando algunos pasos. Cuando los chicos caminaban el ave no producía ningún sonido, y cuando paraban repetía su silbido, como llamándolos: “Tutuiit! Tutuiiit!”. Los chicos se alejaban cada vez más de los pequeños de 8 y 10 años, quienes los llamaban a gritos para que no siguieran y que no los dejaran solos. En vano. Los chicos desaparecieron detrás de unos arbustos y luego solo se escucharon sus gritos que se tragaban las profundidades del barranco para terminar en un silencio sepulcral.
Muchos confunden a la Siguamonta con la Siguanaba, primero por el obvio parecido en los nombres, y también porque ambos nefastos personajes suelen atraer a sus víctimas a sus muertes, aunque se valen para ello de estrategias muy distintas, dirigidas contra una presa en especial: mientras la Siguanaba atrae a los hombres mujeriegos, la Siguamonta hace lo propio con los niños curiosos y desobedientes.
Y es que a principios del siglo pasado, la ciudad no era para nada ruidosa –al menos no comparada con el ensordecedor bullicio de estos días- y la rodeaban verdes barrancos repletos de vegetación y animales. A falta de suficientes puentes y caminos, los habitantes solían atravesar los barrancos para acortar las distancias entre una y otra zona. Es durante estos cortos trayectos entre los matorrales que empezaron a suceder cosas horribles, pues varias personas salían y no volvían a casa, solo para ser encontrados muertas algunas horas o incluso días después. Muchas de las víctimas eran niños que presentaban múltiples heridas, pero no era claro si esos golpes habrían sido propiciados por algún adulto o por el contrario los habrían sufrido al caer por el barranco.
La teoría más aceptada era que en los barrancos de la ciudad se escondían peligrosos y desalmados bandoleros que aprovechaban para asaltar y despojar de sus pertenencias a quienes se aventuraban a ingresar en sus profundidades con la esperanza de ganar algunas horas en su recorrido.
La mayoría de padres de familia prohibiría a los niños acercarse a los barrancos, pero su naturaleza rebelde y curiosa los obligaba en muchos casos a desobedecer, formando pequeños grupos para sentirse más seguros al momento de ingresar al barranco a investigar. En una ocasión, uno de estos grupos formado por 5 niños entre los 8 y 13 años de edad, bajó por el barranco del barrio Gerona que separa las zonas 1 y 5 de la capital para realizar su habitual recorrido de 2 horas por los bordes de este barranco. Eran aproximadamente las 4 de la tarde y los niños ya casi terminaban su recorrido, cuando escucharon el peculiar silbido de un pajarito:
“Tutuiiit! Tutuiiit! Tutuiiit!”
Al no poder ver al ave que producía tan simpático sonido, los 2 chicos mayores de 12 y 13 años decidieron ir a investigar, avanzando algunos pasos. Cuando los chicos caminaban el ave no producía ningún sonido, y cuando paraban repetía su silbido, como llamándolos: “Tutuiit! Tutuiiit!”. Los chicos se alejaban cada vez más de los pequeños de 8 y 10 años, quienes los llamaban a gritos para que no siguieran y que no los dejaran solos. En vano. Los chicos desaparecieron detrás de unos arbustos y luego solo se escucharon sus gritos que se tragaban las profundidades del barranco para terminar en un silencio sepulcral.
Y entonces, nuevamente el silbido: “Tutuiit! Tutuiiit!” esta vez muy
cerca de los pequeños, que alcanzaron a ver al pequeño pajarillo que
parecía de oro al reflejar los últimos rayos del sol de esa tarde.
Espantados, los chiquillos corrieron fuera del barranco llorando y
pegando de gritos de terror y de auxilio.
Algunos adultos que regresaban de sus faenas diarias los detuvieron y
tras tranquilizarlos escucharon incrédulos la historia que les contaban,
pero al notar la ausencia de los mayores de 12 y 13 años organizaron un
grupo de búsqueda y rescate. Sus esfuerzos fueron infructuosos debido a
la caída de la noche, pero muchos hombres dijeron haber escuchado los
silbidos a través del monte y algunos incluso dijeron haber visto unos
ojos brillantes que los observaban entre los arbustos. Entre ellos,
estaba un dominicano que huyó despavorido al sugerir que se trataba de
la Ciguapa, un fantasma que vive en cavernas y montes de aquella isla y
baja a los ríos en busca de afecto y protección.
No fue sino hasta al día siguiente que pudieron encontrar los cuerpos de
los niños. Es así como de la fusión de la historia del pajarito visto
por los niños y de la Ciguapa sugerida por el dominicano surge la
Siguamonta en el imaginario popular, como un ave endemoniado dorado y
de simpatiquísimo cantar que atrae a los niños curiosos y desobedientes
hasta su muerte.
La historia de la Siguamonta recorrería toda la ciudad de Guatemala y
sería transformada en incontables versiones por padres angustiados que
buscaban la manera de mantener a los niños lejos de los barrancos.
Hoy en día, aún hay quienes creen en la Siguamonta principalmente en el
interior del país, y sugieren que al escuchar el cantar de un pajarito
deben ignorarlo y proseguir su camino para evitar caer en su
encantamiento potencialmente fatal.
Guatemala.
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